Ezekiel Graves no vendió su alma. La troceó y la cambió parte por parte.
Engañó a adivinos, venció a espectros en partidas imposibles, y robó trucos de magos malditos como si fueran fichas sin valor. Cada truco nuevo costaba algo: su sombra, su reflejo, su humanidad. Pero valía la pena. Porque Ezekiel no quería suerte. Quería controlarla.
Hoy no es un hombre. Es una leyenda que se mueve entre casinos olvidados por el tiempo, donde los jugadores no apuestan dinero, sino años de vida. Su mazo elige las cartas solo, sus dados giran sin tocar la mesa, y su mirada dobla el destino.
Dicen que si lo enfrentas y ganas, recuperas todo lo que el azar te quitó.
Pero nadie ha ganado.