La niebla se cernía sobre las calles empedradas de Londres, como un velo de misterio y secreto. Isabella Swift, una joven médica de 25 años, caminaba con determinación hacia su casa después de un largo día de trabajo en el Hospital de San Bartolomé. La luz de las farolas de gas iluminaba su rostro ovalado y su cabello oscuro, recogido en un moño apretado.
Isabella había estudiado medicina en una época en que las mujeres eran vistas con escepticismo en la profesión. Sin embargo, su determinación y habilidad habían logrado que se ganara el respeto de sus colegas y pacientes. Su especialidad era la medicina interna, y se había ganado una reputación por su capacidad para diagnosticar enfermedades complejas.
Isabella Swift vivía en un pequeño apartamento en el barrio de Bloomsbury, en el corazón de Londres. Era un lugar tranquilo y acogedor, rodeado de librerías y cafeterías que eran frecuentadas por intelectuales y artistas.